lunes, 23 de mayo de 2016

La hora dorada


La propuesta del concurso: escribir un relato que incluya la palabra "amanecer". La extensión mínima del texto, 100 caracteres; la máxima, 1000 palabras. Tiendo a la escritura larga así que elijo la segunda opción. El tema me convocó porque el amanecer, por lo general vivido desde la trasnoche y antes de irme a la cama, es la hora del día que más me atrae; ese paso gradual de la oscuridad a la luz que, acompañado de olores urbanos y sahumados como el de las primeras hornadas de las panaderías, avienta demonios y resacas. Pensé en un amanecer que me acompaña desde niño, el de la película Fantasía de Walt Disney, en concreto el final: el aquelarre de Chernabog de Una noche en Monte Calvo de Mussorgsky que es exorcizado por el Ave María de Schubert. Además, escribir un texto convocado por una palabra es un desafío, azuzado por el monto del premio. "Es para intentarlo" -pensé- "Eso sí, hacerlo en un contexto, como quien dice: "Un soneto me manda hacer Violante / que en mi vida me he visto en tanto aprieto". Siempre pensé en Fantasía como la primera película a incluir en una antología; ahora, al escribir estas líneas, dudo si no podría ser Blade Runner, también termina en un amanecer, cuando Deckard huye con Rachel. Más vueltas le di a la propuesta y más me gustó, porque la palabra convocante del concurso alude a un momento del día caro a los que nos gusta la fotografía: "la hora azul", claridad de la noche que se aleja y que antecede a la "hora dorada" o comienzo del día pleno; carrera infructuosa y eterna del Sol persiguiendo a la Luna, que le pisa los talones.

Evoco otros amaneceres y los más vívidos son los de Mark Twain, cuando relata las lecciones que, como aprendiz de piloto, recibe del veterano mister Bixby. Sus largas y reiteradas advertencias sobre las sombras arteras y aleves que encubren peligrosos rabiones en pálidos remansos. Los franceses llaman a la hora azul y la dorada -à la tombée de la nuit, ou juste avant le lever du jour- entre le chien et le loup; perros y lobos se confunden. Los dos momentos del día, advierte mister Bixby, en que una leve ondulación con ribetes tornasolados enmascara al tronco sumergido que acecha a la espera de su oportunidad, una cornada seca y luciferina capaz de hundir un barco.

Mientras pensaba en el texto resolví cumplir un nuevo proyecto, sacar fotos del privilegiado paisaje urbano que ofrece uno de los balcones de nuestro departamento. Al frente, un edificio con muro cortina donde se reflejan los aviones que despegan de aeroparque y otros edificios, a la derecha, sobre la calle Juan B. Justo, la mole cuadrada de la Clínica Suiza con su cartel en letras luminosas rojas y rematada con las balizas del helipuerto en la terraza. Ayer por la tarde consulté por internet y supe que hoy amanece a las 07:45; pero estaba nublado. Anoche a las 22:00 el pronóstico del noticiero vino en mi ayuda; escampó y tenemos un amanecer sin nubes, precuela de la sudestada, pero ésta llegará después del mediodía. Una hora antes me pareció prudente para empezar la sesión. Dejé el trípode armado y, tras pensarlo, opté por un zoom 24-70 de rango F2 constante.

Los meteorólogos no se equivocaron, cuando empezó la hora azul las nubes eran tenues, arranco con mis tomas. No soy de sacar muchas fotos, me gusta componer mentalmente la escena y hacer pocos disparos. Disfruto de los ruidos apagados de la noche que se aleja y del barullo de las bandadas rasantes de loros, los pájaros más madrugadores del barrio, que vienen del parque Tres de Febrero. Grupos compactos que vuelan contorneando los edificios más altos, en un largo óvalo que va del norte al suroeste, gira y vuelve al parque desde el sureste. De improviso las nubes se cierran y el cielo muta de azul con matices dorados a gris oscuro, la sudestada se adelantó varias horas. Las rachas, cada vez más fuertes, se embolsan en los balcones vecinos y hacen flamear las plantas en sus maceteros; de la calle sube el rumor de las hojas de los plátanos agitadas por el viento, cada vez más feroz, y fustigadas por la lluvia. Imagino a los madrugadores loros del parque Tres de Febrero volviendo, con desesperados aleteos, a sus nidos en las palmeras. Agazapado para protegerme del viento veo que la lluvia, por momentos, no llega al piso, literalmente pulverizada por las ráfagas. Subo la sensibilidad a 300 ASA, la línea del horizonte se ha esfumado, edificios y cielo se fundieron en la tempestad, desde mi observatorio estoy en el interior de una esfera opalescente y monocroma, en una gama que va del verde pizarra de las copas de los árboles hasta el gris plomo, las luces de las ventanas han diluido desenfocadas o, al decir de los fotógrafos, "un efecto bokeh." Con un crujido de descarga eléctrica, un rayo surca la atmósfera con una línea quebrada, abre una fugaz cuña luminosa y, por instantes, hiende el compacto cielo en mitades irregulares, desde el cenit hasta la borrada línea del horizonte de edificios. De inmediato, la explosión del trueno, vuelta a las penumbras. Me doy cuenta que, poseso por el espíritu y furor de la tormenta, he disparado fotos en ráfagas. Fin de la sesión, tengo suficientes tomas que procesaré en Adobe Lightroom. Retomo la idea del relato que quiero escribir, ahora me acude "Avenida Nevsky" de Gogol; también comienza con un amanecer. Saco la cámara del trípode, guardo el equipo, me siento en mi escritorio y me propongo escribir sobre la sudestada.

Solo que no he estado sacando fotos, sino escribiendo un relato. Pero no debo pasar las 1000 palabras "... y aun sospecho / que voy los trece versos acabando; /contad si son catorce, y está hecho".

Busco el comando "contar palabras" en la pantalla de mi ordenador. Contad 1000, casi en la diana, 999 palabras.

 


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